Hace poco, me hicieron la primer nota en relación a este blog, para una revista -casualmente del Partido de la Costa, en Argentina- en donde escribí que nunca me gusta volver de los viajes. Y es cierto, no tengo el recuerdo de ni una sóla vuelta feliz de estar devuelta; pero llegar a Mar de Ajó está haciendo que algo cambie.
Si ahora lo pienso, cierro los ojos, y me traslado a la zona del Rockefeller Center a la noche… Bueno, sí, extraño un poco esa adrenalina, también la de Time Square y ver ardillas y a la Estatua de La Libertad, pero no encuentro inventiva humana que me sea más cautivante que la energía del mar…
Estuve en Nueva York hasta el 15 de septiembre de este 2017, no hace ni un mes que volví de un viaje súper enriquecedor, divertido, intenso y muy planeado; pero aunque Nueva York es una ciudad increíble en la que convive todo y en la que no te cansas de descubrir rincones para conocer; todavía no me pudo agarrar la nostalgia de la vuelta porque no paré (¿O porque no volví?).
[ mientras escribo me viene la canción de Loli Molina “hoy me fui hasta el mar, hoy dejé de buscar mi casa…” ]
El avión me dejó en Ezeiza, Buenos Aires, y de ahí fui para la casa de mi mamá en el barrio de Villa Devoto. La foto de la derecha es del barrio, pero no de esta vuelta sino de cuando yo también vivía cerca de la plaza Arenales. Las 2 noches que pasé en el barrio donde viví 28 de los casi 30 años que tengo, pasaron enseguida, y recién tomé conciencia de mi aquí y ahora -no lo hacía desde el aeropuerto de Estados Unidos- estando en la ruta. Yéndome otra vez ¿O volviendo? Al mar…
Y es que la idea de no tener casa, y vivir itinerante teniendo de base un refugio cerca del mar se me está volviendo una realidad hermosa…
Mar de Ajó es el lugar donde está mi cama, ropa de 2 estaciones, mis libros, las cosas de camping y mi colección de útiles. Es el lugar donde elijo bajar toda la información que recolecto de los viajes, y donde disfruto de no estar pensando en dónde dejo las cosas para no perderlas u olvidarlas.
Fue abril del año pasado (2016) que decidí hacer del departamento donde pasé mis vacaciones de la infancia, mi lugar. Desde entonces, por una cosa u otra, no pasé 2 meses seguidos sin subirme al auto o a un avión para irme unos días -o unas semanas- a dormir a otro lado. En lo que va de este año, de hecho, ya tomé 7 aviones y manejé más de 10.000 km de ruta.
Sin embargo todas las veces volví -¿o fui?- a Mar de Ajó, ese lugar donde todavía no descubro si es mi hogar, o parte del viaje, o las dos cosas al mismo tiempo. La cosa es que siempre me gusta llegar. Doy vuelta en la rotonda, veo el cartel con letras plateadas de la entrada, paso el control policial ¡Y sonrío! Cuando llego, no me importa si es más lindo o más feo que de donde vengo, y no me preocupa en cuánto me voy, y no me ocupa hasta cuando me quedo. Cuando llego estoy feliz, todas las veces, en cada uno de estos casi 30 años, y en la infinidad de veces que llegué.
Por alguna razón -que ahora tampoco me ocupa- Mar de Ajó, ese departamento donde viví tantas cosas, y la ventana que le hace de respaldo a mi notebook -y que apunta al mar- me despiertan una sensación de alegría ante los días que me cuesta disimular; y que está modificando mi concepto de retorno.
¿Se puede tener lugar sin casa? ¿Es parte del viaje estar en tu hogar? ¿Cuál es tu lugar, y cada cuánto lo cambias? La nota que me motivó en estas ideas, también lo hizo en muchas más, y podés leerla haciendo clic acá.
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