En enero del 2010 salió un viaje muy poco programado rumbo a Uruguay. Un miércoles me confirmaron las vacaciones y me junté a merendar sandwichitos con pan del chino y 2 botellitas de medio litro de Corona con Pio. Prendimos la pc, buscamos destinos y vimos cuánto de nuestro sueldo se podía llevar el pasaje en buquebus -el mío, el de mi amiga y del auto- y cuanto se iba a llevar la nafta; el sábado partimos rumbo a la costa vecina. Mi amiga en cuestión es con la que vengo haciendo reiterados viajes desde fines del 2008.
Nos bajamos del buquebus en Colonia , y fuimos para el Norte, bordeando el mar, hasta llegar al límite con Brasil 15 días después -otro paso fronterizos implicaba más trámites de los que estábamos dispuestas a hacer. Durante nuestra estadía en Uruguay paramos en: Colonia, Montevideo, Piriápolis, Maldonado, Punta del Este, La Paloma, La Pedrera, Valizas, Cabo Polonio y Punta del diablo. Son apenas 490 km desde Colonia hasta El Chuy que es el límite con Brasil. Sí, así de chico es Uruguay. De Buenos Aires a Mar del Plata hay 415 km.
Para cuando llegamos a Montevideo, nuestro primer destino después de Colonia, ya eran más de las diez de la noche y no teníamos reservado dónde dormir. Empezamos a dar vueltas por el centro buscando hoteles pero todos estaban ocupados porque era fin de semana y no se que pasaba, no había lugar. Después de una hora de dar vueltas encontramos un hotelcito medio oscuro que parecía chico pero que tenía garage para dejar el auto, lo cual era vital porque sólo estábamos de paso y no queríamos bajar todo del auto ni dejarlo en la calle mucho tiempo. Estacionamos por ahí y nos bajamos a preguntar. La recepcionista parecía sorprendida con la llegada de un turista, le preguntamos resignadas si había lugar y nos contesta -obviando la respuesta- que sí. ¡Genial! ¿Cuánto sale? Pensamos que ahora venía el problema, pero no ese. ¿Un turno de cuántas horas? Hasta mañana, a la hora del check… out… le contestamos a la vez que nos dábamos cuenta de que no era un hotel, sino un telo. La recepcionista interpretó nuestra confusión, sonreímos todas y nos fuimos a seguir con la búsqueda. A las doce nos dieron la llave de una habitación que me pareció horrorosa pero que si lo comparo con algunos lugares con los que dormí después, no estaba tan mal. Al otro día partimos para Piriápolis. Me prendí fuego con el sol como pocas veces en mi vida en el primer día de playa donde el agua todavía era de río, y dos días después partimos para Punta del Este, donde arrancaba el mar. Atrás de Punta del Este -para el Oeste sería- está Maldonado, y ahí está el Hostal del Patio, de mi amigo Ricardo. En ese entonces nos conocíamos hace un año porque ambos éramos voluntarios de Greenpeace, él desde mucho antes que yo. Paramos ahí seis noches, me acuerdo que seguimos viaje sólo porque nos ganan las ganas de conocer, pero no tenía ningún motivo para querer irme de ese hostal…
En La Paloma – porque no había escarmentado con el sol de Piriápolis- me hice un aro en la lengua; un poco porque lo quería hace bastante y otro mucho porque había tomado alcohol por demás, igual que mi amiga que me aconsejaba no hacerlo mientras se descostillaba de risa y me decía que me iba a quedar bien. Me quedó bien, pero obvio que estuve una semana con la lengua gorda, infectada y viviendo a puré. No hay que hacer estas cosas mientras uno está de viaje, el camino es bastante innovador como para hacerle inventos al cuerpo… Después de ahí fuimos a La Pedrera y me enteré que, en realidad, no soy de Sagitario, sino que soy de Ofiuco[1], me lo contó una astróloga que venía del planetario de Montevideo, ella nos llevó en una excursión a la medianoche a ver las constelaciones en un valle lunar -así de loco- y nos explicó un poco qué era todo eso que había ahí arriba.
En Valizas paramos en la casa de un amigo de mi papá, Martín, y lo primero que hicimos fue lavar el auto. Desde que había subido al Buquebus -cruzamos por agua porque estaba cerrado el paso Fray Bentos que conecta a Argentina y Uruguay como respuesta al conflicto con las papeleras[2]-, parecía que había entrado en guerra, todo estaba sucio y desordenado, creo que hasta la vida estaba empezando a surgir en su interior. Pasamos dos noches y De ahí nos fuimos a Cabo Polonio, que me encantó. El lugar es alucinante, super agreste, tiene unas playas increíbles, artesanos, poca gente y el camión descubierto 4×4 que te entra hasta ahí es re divertido, otro lugar al que quiero volver, pero para quedarme un buen rato.
En Punta del Diablo -la última parada antes de empezar la vuelta- hicimos cualquiera, el problema fue que llegamos con hambre y que las dos fuimos criadas como hija única. Era plena temporada y fin de semana, llegamos sin reservar como a todos lados, sólo que acá no había lugar como en Montevideo. Todos los hostels estaban ocupados y hacía mucho calor para anclar la carpa en la playa. La mejor opción que nos pareció tener era alquilar una casita divina, estilo rústico, con cochera y entre piso, a 70 dólares por día. Sí 70 dolares por día. Era un montón de plata para nuestro presupuesto, pero -desde la sinceridad absoluta- ya eran las 17:30 hs, nos habían dicho que no en más de diez lugares y no habíamos almorzado: teníamos hambre. Le dijimos que sí, y cocinamos unos fideos con tuco y arvejas que teníamos en el baúl sin bajar las mochilas del auto.
Después de comer, a la hora de merendar, nos emborrachamos para olvidar los 35 dólares por cabeza que acabábamos de delirar y fuimos a buscar al francés que habíamos traído en el auto desde Maldonado. Preparamos una cena que nadie comió en la casita divina -y carísima- que habíamos alquilado y fumamos un poco de hachís, que nos habían regalado el día anterior, con un poco de tabaco. Jerome -el francés que hacía de novio de verano de Pio- se empezó a sentir mal, y en un momento le bajó la presión, nos dejó de hablar, e hizo caras extrañas hasta que terminó pálido recostado en el pasto contiguo al deck trasero de nuestra casita. Yo me quería preocupar, pero mi estado no me dejaba ocuparme mucho de la situación. Mi amiga estaba un poco mejor y le busco un taxi cuando recuperó el color y se sintió mejor, porque él al otro día tenía que arrancar temprano; después le avisó que llegó bien. En lo que a nosotras respecta y en el estado de risa inintermitente que estábamos, nos quedamos hablando en la cocina hasta que escuchamos un ruido en el entrepiso de arriba. Cuando estábamos los tres nos había parecido que algo sonó, pero se lo atribuimos al alcohol, y después al hachís, y después nos olvidamos. Ahora había un ruido devuelta, y nos daba más miedo que antes, porque también nos costaba más ser coherentes. Subimos despacio como si Godzilla estuviese esperándonos arriba, pero obvio no había nada. Esperamos. Nada. Bajamos, y al segundo, otra vez el ruido. Nos miramos -borrachas y espantadas- y salimos corriendo para el auto. Manejamos siete cuadras por la oscuridad total hasta el centro del lugar, que a esa hora eran dos barcitos que quedaban con poca gente ¿Dónde están todos los que ocuparon los hostels? Estacionamos cerca y pedimos otra cerveza para reírnos de lo que acabábamos de hacer; cuando ya era obvio que no podíamos más de sueño, decidimos que no éramos tan valientes como para entrar a la casa y descansar, asique nos quedamos a dormir en el auto. Es decir, decidimos no volver a la casita divina de 70 dólares que los delirios de una noche de excesos habían transformado en la casa del terror.
[Estoy reescribiendo y editando este texto siete años después, y me estoy riendo como en ese momento]
El sol nos hizo de despertador antes de las ocho de la mañana, si hubiésemos armado la carpa en la playa amanecíamos mejor y con 70 dólares más. Pero valió la anécdota y tanta risa. Es muy loco como, al sol, te volvés mucho más valiente. Para la hora del desayuno la casa del terror volvió a ser una casita divina.
De todos los destinos -a la vuelta- repetimos sólo Maldonado.