La cuarta tarde que pasé en Cuba fue aterrizando en Cayo Largo del Sur, después de un corto vuelo en un avión que estaba segura que se iba a desarmar en medio del aire… No se desarmó -por suerte-, y con la cabeza confundida me subí al micrito que nos dejó en la puerta del all inclusive. Veníamos del desgaste de una economía que no te da opción, personas con necesidades básicas insatisfechas, autos que no superan una VTV ni por asomo, fachadas de colores corroídos… ¡Y llegué al paraíso en menos de 1 hora! Cabañas al costado de piletas climatizadas que desembocan en un ranchón de playa de arenas color harina de garbanzo y un mar turquesa en degrade. Tumbonas por doquier para que disfrutes del cielo terrenal a la vez que tomás un trago a cualquier hora del día acompañado de la comida que se te antoje, mientras la sonrisa de un simpático showman cubano suena igual que la música de fondo y el clima es inmejorable. También hay suficientes juegos y actividades como para que nunca te aburras, animadores predispuestos, y un restaurante diferente para engordar cada noche. Podía acostumbrarme a disfrutar de esto también…
Después del primer día de empacho, vino un día de excursión a playas contiguas (Playa Sirena y Playa Paraíso) en donde tenías la opción de nadar con delfines – descartada porque no iba a participar de su explotación- y practicar todos los deportes acuáticos que se te puedan ocurrir; más tarde se hacía “la noche de blanco”, según nos habían avisado cuando salimos del hotel. Terminé de cenar como si siguiese sin creer que tenía acceso a comer toda esa variedad de comida, y fui para el lobby vestida monocromática como todo el resto del lugar. Hubo un cóctel de cuarenta minutos y nos llevaron otros diez minutos en micro hasta la disco de nombre Iguana donde se hacía la fiesta. El lugar tenía el aspecto de un boliche común, pero lleno de turistas con poder adquisitivo vestidos de blanco y acceso libre al alcohol -grupo al que yo pertenecía. Había un animador al micrófono pidiendo que hagamos escándalo cuando nombraba nuestro país y no debíamos ser más de tres micros de gente. A la hora y media -y después de todo un día de bebidas all inclusive– nos avisa el del micrófono que se volvían los micros al hotel, y que los que se querían quedar podían volver más tarde con otro micro que iba a salir cada cuarenta minutos toda la noche. Yo no tenía ningunas intenciones de irme a dormir, así que la acompañé a mi mamá hasta uno de los micros y quedamos en vernos para el desayuno. Terminé mi trago en compañía de la luna, de otros dos adictos al tabaco y unos varios pares de palmeras; después entré. ¿Dónde estoy? El lugar seguía lleno, pero ya nadie estaba vestido de blanco ni era turista, el del micrófono se fue con los micros y la música había cambiado. Estaba sola en un lugar lleno de cubanos bailando, y no importaba para donde mire, todos parecían bailarines profesionales del imaginario de cualquiera que se imagine el ritmo del Caribe ¿Qué hago? Les expliqué -bastante resumida y desinhibidamente- mi situación a dos chicas que estaban ahí y les pedí a que me enseñaran a bailar como ellas. Después de reírse, Yenny se dio vuelta y le hizo señas a un alto que estaba con ellas; giró a mí y me explicó que es mejor si me enseña un varón porque él me va llevando con los movimientos masculinos. Lo llamó a Yoilen.
Yoilen es un cubano de mi edad, moreno, mide 1.90 mts, tiene mini trenzas en la cabeza, cuerpo perfecto y labios gruesos. Se presenta con una sonrisa tímida y una mirada canchera. Yenny le cuenta lo que yo le había pedido, y él me saca a bailar. No tengo mucho recuerdo de la lección de baile, pero me acuerdo patente todo lo que siguió después. Salimos de la disco con una lata de cerveza cada uno en la mano y fuimos a sentarnos a unas sillas de plástico blancas que estaban en la parte de atrás, donde también había un par de mesas de pool, y al fondo tipo un vestuario. La disco se parecía más a un gran quincho de country que a una disco desde esta nueva perspectiva, pero yo estaba fascinada con la escena. La primera charla con Yoilen sin que nos aturdan los parlantes fue sobre el entorno del lugar y la belleza.
Olvidamos las latas y me llevó de la mano doscientos metros por lo que sería el patio trasero de un conjunto de dúplex con poco diseño, hasta que bajamos a la playa. Nunca había imaginado que existieran tantas estrellas. Estábamos en un Cayo a la madrugada, sentados sobre una roca plana encajada en otro montón que te hacían de respaldo, con la orilla del mar caribe a menos de dos metros, y a este hombre se le ocurre darme un beso. Me enamoré al instante. Todo el transcurrir de esa noche fue mágico, hasta que un par de horas después me di cuenta que tenía que volver a mi situación de turista e intenté salir ilesa del enredo de piedras. Me tropecé con nosequé mientras adivinábamos el camino en una noche sin luna que desbordada de estrellas y me empezó a sangrar la pantorrilla derecha. No dije nada y caminamos de la mano hasta donde supuestamente salían los micros que cada cuarenta minutos depositaba a los humanos como yo en hoteles como al que tenía que ir, pero no había nadie. De ahí vamos hasta la disco que estaba a cincuenta metros, y adentro quedaba menos del 20% de las personas que había antes; el encargado me pregunta qué me pasó en la pierna y me dice que los micros ya no vuelven, que no existen taxis para pedir, que no tenía el teléfono de mi hotel, y que iba a tener que volver caminando ¿Cómo le explico a este buen hombre que salí de noche y desconozco hasta para qué lado empezar a caminar? Yoilen intenta la calma diciéndome que me va a acompañar, que lo vamos a reconocer en la zona de los hoteles. Caminamos abrazados y atentos de que nadie perciba a un cubano en contacto una turista, apretándonos fuerte, sonriendo ancho. Después de media hora de apasionante oscuridad, contacto y sonido de mar, entramos por la parte de atrás – llegamos bien, aunque le discutí tres minutos que ese no era mi hotel, porque me lo acordaba diferente. Tardé otros diez minutos en encontrar mi cabaña y un tiempo considerable en abrir la puerta con la tarjeta magnética. Me acosté.
Dos horas después de cerrar los ojos me despierta mi mamá horrorizada por la sangre que tenía en la cara. Se ve que mientras dormía me toqué la pierna lastimada y ahora estaba -igual que el resto de la cama- con sangre por todos lados. Tras la ducha bajamos a desayunar, después me puso un parche en la pierna un médico del hotel, fuimos a la playa, a las piletas, a la barra -varias veces- y esperé todo el día a que se hiciera la noche para ver devuelta a Yoilen. Él trabajaba de bailarín en uno de los hoteles como el mío – el Coral- y se liberaba a la misma hora que un micro me podía dejar en la disco/quincho de ayer; habíamos quedado en vernos ahí. Llego diez minutos antes, y mientras lo busco cerca del espacio donde estaban las sillas de plástico me abraza por la cintura. Él también había llegado un rato antes. Me presentó formalmente a las dos chicas a las que ayer les había pedido que me enseñen a bailar, ambas se llamaban Yenny -las apode Uno y Dos- y me cuentan que ellas también eran bailarinas y trabajaban como Yoilen. La modalidad de su trabajo era: veinte días en el Cayo, veinte días en su casa, todo el año. El sueldo no estaba tan mal y las propinas y regalos de turistas ayudaban mucho. Nos quedamos hablando y al rato llegó Pablo, un italiano que estaba con Uno y que le había prestado la bufanda la noche anterior a Yoilen.
Tras compartir anécdotas y un show privado de los tres bailarines, caminé con Yoilen 100 metros desde la disco/quincho hasta el dúplex en el que dormía. Le digo dúplex, aunque no se parece a ninguno que haya conocido antes. Era un rectángulo de dos pisos con entradas independientes y pocas ventanas. Él vive en el de abajo. Ni bien traspasas la puerta hay un pasillo que tiene el baño a la izquierda y la habitación al fondo. En la pared opuesta a la de entrada hay un ventanal que da a los patios que habíamos atravesado la noche anterior. En la habitación hay tres camas, dos mesitas de luz, una mesita de madera que sostiene una tele, y trajes de colores con lentejuelas colgando de percheros en todo el techo. Él comparte la habitación con Pedro y otro bailarín con el que no tuve mucho diálogo. Nos quedamos hablando, entre mimos, de cosas como que no conocía los Simpson ni había probado la Coca-Cola, me contó que sólo tienen cinco canales autorizados para ver en la televisión, que desde el gobierno les controlan los celulares, y que siempre había querido comer una langosta pero no lo tenía permitido. Mi clic no tenía vuelta atrás y en mi imaginario entraron un montón de posibilidades que antes yo no contemplaba. Volví a las 4:30 de la mañana para no perder nuevamente el último micro que volvía al hotel, porque para ellos el “toda la noche” termina a esa hora. La fascinación seguía en aumento, y el enamoramiento se moría de ganas de saltar. Me fui a dormir un rato, a las 10 de la mañana había quedado para desayunar con mi mamá y no quería desaprovechar el día.
Los cuatro días que siguieron fueron muy similares, de día estaba con mi vieja en el bendito paraíso, saciando la gula sin límite y alegrando neuronas con mojitos, descansando en un contexto inmejorable, divirtiéndonos. Tomando sol, un rato en el mar, otro en las piletas; avistando aves, escuchando música, sintiendo el ritmo del caribe en el centro del show para turistas. A la noche era uno de ellos. Yoilen me hizo sentir Cuba desde adentro, me mostró sus costumbres, me habló del origen africano de su religión y de la importancia del color amarillo, describió a su familia, a sus santos, y a Pinar del Río -lugar donde nació, y donde vive mientras no trabaja-, me explicó que “en Cuba no se camina, se baila” porque “la alegría es lo único que te queda cuando ya no queda nada”, me compartió a sus amigos y ellos sus historias; me abrió los ojos, me amplió la mente. Yo sólo le hablaba de la libertad de movimiento y la posibilidad de elegir tus coordenadas, de todo el resto tenía que aprender. Dormimos juntos esas cuatro noches, en su habitación compartida con Pedro y el otro bailarín.
La quinta madrugada consecutiva que me desperté en los brazos de Yoilen, tuvo esa angustia de despedida. Hoy me iba. Había llegado a Cuba diez días atrás con un paquete turístico que ahora me trasladaba hasta otro paraíso en Varadero, mismo país, pero lejos de suyo. Me acompañó como siempre hasta el hotel y me dijo que iba a escaparse al mediodía del ensayo de baile para venir a darme un último beso, antes de que nos volvamos a encontrar en Buenos Aires. Yo volví con mi mamá al all inclusive, metí mis cosas la valija, disfrutamos un rato de la playa de postal -y los mojitos de Ricardo-, y fui a encontrarme puntual con Yoilen, a la última sombrilla de paja de la playa contigua a la de mi hotel.
Llegué y estaba ahí. Me acuerdo que lo primero que pensé fue: “me gusta más de día que de noche”. El plan era que yo vuelva a Buenos Aires en cinco días, hagamos todos los trámites para que él pueda viajar a Argentina, y se instalaba en Villa Devoto conmigo, hasta que yo terminara la facultad y nos hagamos de plata para recorrer el mundo ayudando gente… Yo no quería soltarlo, saber que me iban a separar tantos kilómetros era una angustia que no me estaba saliendo muy bien manejar. Él me consolaba prometiéndome que nos íbamos a volver a ver. Nos dimos un último abrazo que su largo brazo supo retratar, y yo no voy a olvidar:
Hablamos por teléfono los días que estuve en Varadero, lloré desconsoladamente las nueve horas del avión que me llevaba de vuelta a Argentina, y seguí hablando por teléfono durante dos meses enteros – todos los días- cuando estuve en Buenos Aires. Cuba no tiene contrato con ninguna compañía de teléfono, asique tenía que buscar locutorios especiales a los que les dejaba gran parte de mi sueldo. Él tenía un celular viejo del trabajo con el que me podía llamar, pero el que yo no podía atender porque lo iban a echar si hacía una llamada internacional; asique él, para que yo me acuerde que estaba pensando en mí, llamaba y cortaba, una o dos veces por hora, durante todo el día. Con la madre también hablé, ella estaba preocupada porque los trámites avanzaban y tenía miedo que Yoilen no consiga trabajo estando en Argentina, o que se enferme estando acá por el frío, o que le pase algo malo, ella veía por la televisión que en Buenos Aires roban, matan y secuestran gente. Y Yoilen no está acostumbrado a ese mundo. La calmé con la calma que tiene una enamorada de 24 años, ninguna calma le di a la pobre madre. Mientras tanto yo ya era amiga de todos los cubanos de la embajada, contacté a otros por internet, y había movido cuantos hilos podía en todos los ámbitos en los que pululaba para que Yoilen pudiera venir. Quería que él pueda ser libre ya, y seguir con nuestra historia de amor por todo el mundo.
Me fui a Cuba con el tip: “cuidado con los cubanos porque te enamoran para irse”; y estaba dispuesta a enfrentarlo, cuestionarlo y desmentirlo. Esta historia es de verdad. Mis mejores amigos hicieron un grupo de WhatsApp a mis espaldas para idear formas de hacerme desistir de la idea de hacerme cargo de Yoilen, pero no lo lograron. Yo ya había firmado la responsabilidad civil por él, donde respondía con mi patrimonio por su manutención médica y alimenticia, y por cualquier derecho civil que él vulnere estando en mi país, por 12 meses. Los requisitos que pedía Argentina yo los cumplí -con ayuda de todos lados- en un tiempo récord, y él terminó con todas las exigencias de Cuba con la misma velocidad. Finalmente tuvo el pasaporte, felices los dos, sólo faltaba comprar el pasaje… Ahí empezaron los miedos y la inseguridad de parte suya con respecto a viajar en avión y salir de Cuba, y la contraoferta fue que yo vaya para allá, que allá íbamos a estar mejor, que íbamos a tener una casa, íbamos a vivir más tranquilos e íbamos a poder disfrutar más tiempo… Yo no podía dejar la facultad, él no estaba listo para irse …
A las dos semanas mi tía -que estaba enterada de toda la situación- se fue de vacaciones a Cuba con una amiga y se encontró con Yoilen, le llevó una caja con regalos -más chocolates que otras cosas- y una carta de “hasta luego”, donde yo sin poder desechar la idea de que era amor, asumía que no era nuestro momento… Mi tía volvió con una carta suya donde él me pedía que termine mis estudios, me decía que después íbamos a estar juntos y me prometía que me iba a querer siempre.
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