Después de un micro de catorce horas que pareció de cien, y en el que no había opción vegetariana, llegué a Puerto Iguazú con Anto -otra voluntaria de Red Yaguareté que viajaba por lo mismo que yo. Nuestra primer misión era encontrarnos con Jorge, director del centro de rescate de fauna misionera Güirá Oga. Él es quién nos iba a llevar por agua hasta la isla Palacio, monumento natural provincial donde ocurre la historia que vengo a contar.
Nosotras éramos parte de una fundación sin fines de lucro que trabaja para la conservación de los menos de 250 yaguaretés que quedan en toda la Argentina, y entre los muchos focos que encara la ONG, se inició un proyecto de reintroducción de pecaríes labiados a su ecosistema natural, en Misiones. La cosa era así: los pecaríes en Salto Encantado -de donde son oriundos – están casi extintos, y en Guira Oga había una buena piara en condiciones de liberarse con el proceso adecuado. El plan era que los pecaríes vayan del centro de rescate de fauna a la isla Palacio, que pasen un mes en la isla monitoreados y sin correr peligro mientras se readaptan a la vida en libertad, y que finalmente sean trasladados y liberados en Salto Encantado. Para que esto ocurra, había que mandar personas a la isla a monitorear que los pecaríes estén bien: nosotras éramos de esas personas.
Además de monitorear a los pecaríes -en realidad nosotras sólo ayudábamos al veterinario que los controlaba y a los guardaparques que sí monitoreaban- teníamos que buscar algún indicio del gran tigre criollo y tomar muestras. Un indicio es una huella, el “gran tigre criollo” es el yaguareté, y la muestra consistía en hacer un molde con yeso de la huella para poder calcular tamaño, comportamiento, ubicación y demás datos del animal. Sí, todo eso dice una simple huella.
Tras descargar los bolsos del invento flotante de Jorge -que ya me había dejado fascinada- entré a una gran tienda perfectamente pensada y distribuida en el medio de la selva, perdón, en el medio de una isla cubierta de selva, a 30km de distancia en lancha de la civilización más cercana. Cuatro troncos pesadísimo y erguidos hacían de soporte y esqueleto a metros de lona que cubrían: dos carpas individuales, una mesa larga, un fogón y una carpa de insumos. Si caminabas tres metros saliendo para la punta opuesta de la que habías entrado, había una canilla con bacha para lavar los platos donde las abejas revoloteaban incesantes, y si seguías por ese camino, a unos diez metros más había un cuadrado de chapa devenido en baño con ducha. Todo lo que hay en la isla es natural y no sufrió modificaciones por el hombre -salvo por las tres las estructuras que mencioné recién. Es un lugar completamente agreste que por su importancia al ambiente fue declarado como monumento natural, y la biodiversidad que alberga realmente da miedo -por la cantidad y porque te comen.
El campamento era una obra de ingenio desmontable maravillosa. Las primeras dos noches éramos ocho personas en la isla: Nenito (guardaparque), Chito (guardaparque), Semunich (jefe de guardaparques), Pablo (guardaparque), Agustín (veterinario), Rocío (cetrera y novia de Agustín), Anto y yo. Las historias fueron increíbles. Los guardaparques habían nacido todos en misiones y se pasaron la noche contando anécdotas de sus entrenamiento y de cómo atrapan a los cazadores. El veterinario había viajado desde el interior de Buenos Aires a trabajar a Misiones porque quería estar en contacto con animales salvajes; Rocío había vivido siempre en Entre Ríos hasta que decidió mudarse con Agustín a Puerto Iguazú, y también entró a trabajar a Güira Ogá, ella encargada de aves rapaces. Anto había nacido en Buta Ranquil, un pueblo de Neuquén, y ahora vivía en La Plata porque estaba estudiando; yo era porteña in-intermitente a punto de recibirse de abogada (sí, no encajo con el perfil). Nosotros éramos la tribu encargada de la piara compuesta por nueve pecaríes labiados; nosotros éramos los foráneos rodeados de una naturaleza que me sobrepasó… hasta que me encaminó.
La primer mañana que amanecí en la isla empecé una rutina que iba a mantener durante seis días. Ponerme las botas para evitar mordeduras de serpientes antes de salir de la carpa, lavarme los dientes y desayunar torta frita con mate al lado del fuego que calentaba la pava y que había cocinado las tortas fritas. Después de eso cargaba la mochila con yeso, dos litros de agua, off y curitas; y salía machete en mano en busca de la piragua. El primer día hicimos un lindo show con mi compañera arriba de ese simil kayak, la única vez que yo había remado había sido en los lagos de palermo con un novio, y la verdad es que había remado sólo él… Me costó agarrarle la vuelta, pero después nos movíamos al antojo. Con la piragua nos íbamos a costas vírgenes que quedaban cerca en busca de huellas, y caminabamos varios kilómetros bajo el sol, con una humedad que no te hacía olvidar que estabas en Misiones. Que la remera de la organización haya sido negra no ayudaba para nada. Volvíamos al campamento para almorzar y a la tarde caminábamos por la isla otros kilómetros con el mismo objetivo. A veces se turnaban de horario las actividades y pasaba lo de la mañana a la tarde, pero eran las mismas. Cuando caía el sol, nos sentábamos a contemplar la bola de fuego que se esconde en un horizonte dibujado entre árboles ahogados. El atardecer en esta isla -en la que se inundó todo alrededor- es algo increíble.
Quiero hacer una aclaración antes de contar lo que pasó la segunda noche: yo era coordinadora de voluntarios en la ONG que nos había llevado hasta ahí, y como tal, tuve que hacer un manual de “animales peligrosos” que había en la isla para que todos los voluntarios que viajasen sepan los riesgos que implica y cómo evitarlos; y no hablo de los pumas que sí podías ver, sino de arañas y serpientes que eran capaces de matarte y se escondían muy fácil. Dicho esto, la madrugada de la segunda noche, Anto se despierta y sale de la carpa que compartíamos para ir al baño, cuando vuelve -y antes de entrar en la carpa donde yo estaba re dormida- grita: ¡Una phoneutria! Me desperté al segundo, y Chito que estaba durmiendo en una hamaca paraguaya cerca del fogón pregunta de golpe: ¿Dónde está? Anto – que se había olvidado de cerrar la tela de afuera y el mosquitero de la carpa- le contesta: entre el cubre-techo y la carpa. Entré en pánico y le grité: ¡Disparale! Por suerte no me hizo caso, se despertaron todos los guardaparques por los gritos y la golpearon con un palo cuando todavía estaba agarrada a la carpa; después la mataron en el piso. El riesgo estaba en que es muy rápida y puede saltar hasta un metro y medio; pero ellos están re acostumbrados y se lo tomaron cual matar a un mosquito. Yo me había estudiado todo el bendito manual de animales peligrosos, sabía que esa araña me podía matar en veinte horas por mi peso, y estaba dispuesta a volver en ese mismo instante a mi departamento de Villa Devoto. Cuando todo se calmó, bah, cuando se calmaron todos menos yo, volvimos a nuestras carpas y le dije cosas a Anto por las que al otro día me tuve que disculpar. Después dormimos hasta que la salida del sol volvió a hacer de despertador. A la mañana siguiente todos se reían; yo entendí que ese fue mi primer encuentro con el lado de la naturaleza que nunca había experimentado. La “jodita” de hacerme la tarzán no era como cuando me lo imaginaba en casa, la naturaleza es hermosa, sí, vibro con ella, la busco, la cuido, la comparto… pero no la conocía. Hasta mis 28 años no me había enfrentado realmente a la naturaleza que defendía desde hacía seis años en diferentes ONGs. Las noches que pasé bajo la luna de esta isla, fueron las más salvajes de mi vida, y cuando superé el miedo de ser comida por un puma, de recibir una picadura mortal, o de ser aplastada por una manada de carpinchos, conecté con una libertad que nunca había experimentado; sin nunca dejar de ver un cielo súper estrellado.
A partir de la tercer noche sólo quedamos cuatro personas en la isla: dos guardaparques armados (Chito y Nenito) y nosotras dos. Lo que no me causaba nada de gracia es que se llevaron las lanchas, y por ende sólo teníamos una piragua donde entran dos, para las cuatro personas que estábamos en la isla. Una piragua que tenías que ir vaciando con un jarro porque estaba pinchada es lo único que nos permitía salir de ahí. Tomar conciencia de esto también fue un encuentro con la naturaleza, pero no con la del entorno, con la mía. Todos estaban tranquilos de que no iba a pasar nada, mi sensación de pánico estaba tan dada vuelta que ya había llegado a la parte donde estaba más baja, y pude concentrarme en la situación de estar atrapada en la libertad. Lo que me molestaba, en realidad, es sentirme tan vulnerable. Nada de lo que te da seguridad en la ciudad, te sirve en el monte. Da igual si sos pobre o rico, lindo o feo, bueno o malo; sos comida. La única opción es redescubrirte, y lo yo lo estaba descubriendo en intensivo.
Una de las noches – justo la anterior al día que voy a relatar después- cuando estábamos con Anto mirando el cielo en la oscuridad total cerca de la orilla, a 150 metros del campamento, escuchamos dos o tres ladridos de perro, y al segundo, un estruendo de arma. Nos miramos sin entender qué había pasado y esperamos a ver si pasaba algo más; esto sonaba desde la costa -supuestamente vacía- de enfrente nuestro. Después de una hora de silencio sin interrupción, nos fuimos a dormir.
La experiencia de soñar en carpa no me era novedosa, pero conciliar el sueño con todo ese coro de vida sonando tan cerca no era cosa sencilla. Mi lógica no paraba de hacer cuentas, y en la suma no entendía cómo una carpa me estaba protegiendo, yo por las dudas me tapaba más con la bolsa de dormir…
En el desayuno nos contaron -sin sorprenderse- que lo que escuchamos a la noche eran cazadores furtivos, y nos dijeron que hay que tener cuidado porque tiran, saben que sino los agarran… Esa mañana salimos a dar la vuelta a toda la isla con ellos. Volvimos pasada la hora del almuerzo pero ignoramos el reloj y seguimos la rutina. A la tarde cruzamos a otro lado de la costa a seguir con nuestro trabajo. Y para nuestra sorpresa -y llegando el atardecer-, además de las huellas que veíamos a diario de tapires, yacarés, carpinchos, garzas, pumas y demás; vimos huellas de personas, de botas de goma como las nuestras ¡Son cazadores! Para aumentar el terror -y como llovía- nosotras además del machete en la mano teníamos capas verdes, y por suerte la piragua que usábamos decía GUARDAPARQUE -y seguro ya la habían visto donde la dejamos- ¡Nos van a matar! Corrimos 1 kilómetro con las botas de goma pensando que ya nos habían robado la piragua y que cómo salíamos de ahí. Cuando llegamos, gracias al dios de la selva, estaba en su lugar, nos tiramos encima enseguida y remamos hasta que nos sentimos seguras; ahí nos agarró un ataque de risa nerviosa, charlamos un rato de lo que había pasado, bajamos el ritmo y volvimos al campamento a contarle a los guardaparques dónde estaban los malos.
Otro momento de redescubrimiento personal a causa del pánico que recuerdo en esta isla -además de haber superado la fobia a las cucarachas durante una ducha en la que tres del tamaño de Godzilla me custodiaban a no más de 35 centímetros- fue cuando nos creí perseguidas por un puma gigante. Lo que pasó en realidad es que por culpa de dos monos curiosos que no veíamos, estábamos paranoicas con que nos acechaban, y obvio, temíamos que fuese un puma. El estrés nos hizo perder porque dejamos de prestar atención al camino para agudizar el oído y el entorno era muy tupido. Antes de que nos diéramos cuenta de que el gran puma eran dos inocentes monos carayá crujiendo ramas, nos fuimos lo más cerca de la costa posible porque ninguna era experta en machete y ya casi no podíamos avanzar. En plena caminata nerviosa por encontrar el rumbo y ya cerca de la costa, un ruido nos hizo correr y pisamos a una cría de yacaré, que también corrió, y nos huir entre gritos y pastizales, raíces, troncos caídos y arbustos pinchudos, durante algo así como 200 metros. Tuve ganas de llorar, hasta cuando nos dimos cuenta de qué había sido lo que nos asustó, me inundaba la desesperación de que mi teoría era totalmente factible y yo me sentía totalmente desprotegida. Una vez más agradecí estar con Anto, que aunque es cuatro años menor que yo, tiene mucha más experiencia en el monte -y mucha paciencia.
Sin exagerar, creo que sólo pasé tres días en la isla sin sentir miedo, los últimos. Me llevó más tiempo que en ningún otro ambiente adaptarme a las circunstancias y devenires del entorno. Como nunca antes, me vi reducida sin mi discursiva, diminuta sin mis argumentos y completamente muda ante la vida. Pero sirvió: mi elocuencia ahora también es observadora, dejé de ser una heroína, ya no paso ciertos límites, escucho en el silencio, valoro el sabor de lo orgánico, puedo dejar de lado la lógica, puedo dar paso al instinto… Conocí la/mi naturaleza.
Encontrar una huella fue una palmadita en la espalda, fue sentir que el tigre todavía estaba de pie: escaso, maltratado y diezmado, pero andando; vivo ¡Y quería que lo sepamos! Cada nuevo estudio poblacional que se hace para medir lo crítico de la situación del yaguareté en el país, vuelve al tema más doloroso y alarmante. La frontera ganadera crece quitándoles espacio, los cazadores no son penados, siguen los atropellamientos en la ruta, la participación estatal en su conservación es escasa -por no decir nula-, sus pieles se siguen comercializando… El yaguareté está desapareciendo de Argentina y estar ante la presencia de una prueba irrefutable de su vida, fue de esos momentos que voy a atesorar para siempre. [Si alguien quiere involucrarse en ayudar a la especie en peligro de extinción puede empezar entrando a www.redyaguarete.org.ar]
Como corolario de una experiencia increíble, pasamos la última noche en Misiones en la casa de guardaparques del Parque Provincial Península. Gabriel nos hizo de anfitrión, el mismo guardaparque que me había hecho llorar en el documental sobre la actualidad de los yaguaretés en la argentina (“La última frontera” voz de Ricardo Darín), ahora nos estaba invitando a pasar la noche y a aprender muchísimo del gran felino que habíamos viajado a cuidar. A diferencia de lo que te pasa cuando conocés un actor, en la película que yo vi, Gabriel no estaba actuando. Su amor por el tire es genuino, y su dolor por el descuido igual. Nos contó que todos los días mueren más de diez animales atropellados en la Ruta Nacional 12 que atraviesa el parque porque la gente no respeta los 60km/h de velocidad máxima, y que él pasa varias horas del día al costado de la misma pidiendo a los conductores que desaceleren. Esta ruta es la que conecta a Puerto Iguazú con las tan visitadas Cataratas; yo ya sabía que cuatro yaguaretés murieron atropellados por desinterés de vialidad nacional, Red yaguareté también trabajaba en eso.
Hace poco le conté esta experiencia a una amiga de toda la vida con la que nunca lo había charlado y, atónita de que haya pasado por todo esto en tan sólo una semana me preguntó si, ahora que aprendí, volvería a hacer algo así. Sonreí, y le dije que no tengo dudas de que en breve voy a volver.