La puerta número 2 del complejo donde estaba mi departamento tenía pegado un sticker que me hizo pensar -y sonreir- antes de girar la llave: Aquí vivimos sin prisa.
Llegué a Mar de las Pampas en un mediodía radiante de octubre, con mis perros Eureka y Schopenhauer (Andina se había perdido este viaje porque estaba en celo y la dejé con mi familia en Buenos Aires). Gabriela me indicó dónde estacionar el auto, me dio las llaves de la que iba a ser mi casa por esos días, me dejó la clave del wifi y quedamos en vernos más tarde.
Bajé la mochila, conecté la computadora, acomodé los platos de agua y comida de mis perros, y salimos -los tres- a caminar.
Aunque la ventana de mi habitación estaba a sólo 100 metros de una duna que desaparecía en la playa, encaré mis pasos por la calle Virazón hacia el lugar con más vegetación. Me tenté de doblar en Sobral, pero lo hice recién a mitad de cuadra; tras unos pasos aparecí en Luro y seguí atravesando en diagonal las manzanas espesas de verde hasta que José Hernández se transformó en la avenida El Lucero.
La avenida -que en nada se parece a las avenidas del imaginario de una porteña- me invitó a virar un poco a la izquierda para seguir avanzando con mis peludos amigos por una ciudad balnearia con alma de pueblo costero que se dejo invadir por pinos de diferentes especies y arbustos en calma.
La avenida El Lucero me llevó al centro -cuya fisionomía está aún más lejos del imaginario de la porteña que escucha la palabra centro-, era cerca de las 2 de la tarde (momento donde arranca la hora de la siesta en toda la costa) de un día de semana fuera de la temporada de verano; ni el viento movía el paisaje, sólo las bandadas de aves parecían coincidir conmigo en la idea de que era un buen momento para estar ahí.
Me dispuse a contornear el centro para el lado de Querandíes, hasta que la calle Miguel Cané robó mi atención e hizo que me dieran ganas de frenar. La composición de la arquitectura de los comercios con el entramado de bosque, en esta calle sin salida, se fusionan tal cual mi gusto (casi idéntico en su melliza Gerchunoff); los techos a dos aguas decoran todos los estilos, los colores son los de la tierra, las piedras o las maderas. Me senté.
Me senté en un banco a disfrutar lo que veía; mientras, Eureka jugaba sola con las piñas del suelo y Schopenhauer se adueñaba -otra vez- de mi regazo. Me acordé de la puerta: aquí vivimos sin prisa (no tenía intenciones de apurarme en desobedecer). Respiré hondo y sonreí otra vez.
Cuando la curiosidad ganó la batalla contra la paz llamé a mis peludos -que ya habían decidido ambos divertirse sin mi- y les hice un gesto para que me sigan en otra recorrida. Bajé por Santa María y volvimos a aparecer en el bosque; un bosque que tiene hasta un Sushiclub escondido entre las hojas y los troncos…
Después de poco más de un par de horas, volví dónde estaban mis cosas y los dejé a Schopen y Keka (así son los apodos de mis perros) en Casa de Piedra. Salí con la sóla compañía de la cámara y tras bajar 6 escalones volví a estar en Virazón, pero esta vez fui para el lado de la duna; quería llegar al mar.
La costa era mucho más ancha de lo que imaginé y reinaba una paz que -aún mientras escribo- me hace suspirar. No vi más personas, y estoy convencida de que cambié el significado de playa en esa primavera de 2017.
Otra vez me senté -y lo remarco porque no es algo habitual en mi-, pero esta vez para ver cómo el vuelo de las gaviotas acompañaban la lógica de que el mar se esté moviendo. Otra vez eran las aves las únicas que parecían enterarse de mi visita.
Las gaviotas me hacen acordar a Juan Salvador -protagonista del libro más conocido de Richard Bach-, y desde que me apoyé con la cola en la arena hubo una que no paraba de moverse por encima mío, y me llevó al libro:
“Comenzarás a tocar el cielo, Juan, en el momento en que toques la velocidad perfecta. Y no es volar a mil millas por hora, o a un millón, o volar a la velocidad de la luz. Porque cualquier número es un límite, y la perfección no tiene límites. La velocidad perfecta, hijo mío, es estar ahí”.
Tenía que pensar que ya había llegado…
Cuando al sol le faltaban 30° grados para perderse por el horizonte, volví donde estaban mis perros, bajé las fotos en la computadora, y recibí a Gabriela (Gaby) que volvía de hacer compras. Nos quedamos hablando un buen rato, y su descripción de la vida en Mar de las Pampas hizo que el lugar me guste aún más: vecinos habituados a la calma y su reniego a abandonarla (fundadores del el slogan vivir sin prisa), gente que ama el lugar y concientizan a los turistas de la importancia de preservar el medio, disposiciones curvilíneas para las arterias de la ciudad que se acomodan a los médanos, un bar donde se puede almorzar y cenar con las mascotas en cubículos privados, un kiosko abierto las 24 horas durante todo el año en el bosque, casas que parecen salidas de un cuento… Y la luna llena que se asomaba por la ventana del comedor que estaba tras la puerta 2… Gaby no incluyó a la luna en el relato, pero yo la veía mientras escuchaba.
Le agradecí a Gaby por su trato, por la historia y por el tiempo. Cuando se fue me puse a cocinar, y después de cenar di una última vuelta por el bosque con mis fieles amigos de cuatro patas; ni bien volvimos del paseo me senté en la computadora, y empecé a hacer el mapa que te comparto:
Te leo en los comentarios y desde leerdelviaje@gmail.com 🙂
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